miércoles, 2 de abril de 2014

Un hombre de palabra.

No tendrán suficientes soldados, mis señores...serán poco más que abono para nuestros campos.- Sentenció un hombre ataviado con pieles del color de la noche y algún que otro trofeo de caza. El resto le miraron con los ojos entrecerrados, al parecer de acuerdo con el... Momentos más tarde abandonó la sala, dando una onda calada a aquella pipa de hierbas cuyo aroma sería capaz de resucitar a un muerto.

Una vez este abandonó la sala comenzaron a oírse los murmullos, cuestionando la cordura de dicho individuo, sin duda el consejo dudaba de aquellas palabras, cosa bastante normal...¿Quien se fiaría de un completo desconocido?

Momentos después uno de los ancianos se asomó por la ventana, observando a las bestias tirar de los arados, al pregonero gritando las ultimas nuevas, alguna que otra mujer cargando agua, y como no, vendiendo sus preciosas flores...

Los guardias del lugar vigilaban que todo estuviese según dictaba el rey, sin quitar en ningún momento la mano de la empuñadura, preparados para lucir el filo de sus armas ante quien fuese necesario. Las imponentes armaduras, acompañadas de esos majestuosos tabardos les conferían una autoridad digna de un dios, al menos entre los aldeanos. 

El anciano volvió su mirada a los demás, esperando que alguno abriese la boca para contradecir a quien anteriormente había tomado camino. 

-No le haga caso, Maese. Ese hombre no era más que un loco. Es por todos sabido que el ejercito de su majestad no tiene parangón alguno.- Dijo uno de los más jóvenes, con la voz quebradiza; como aquel que teme la reprimenda de un padre. El anciano caminó lentamente hacia este, asintiendo lentamente.

-Tienes razón, hijo. Tienes razón.- Sentenció el hombre con el rostro parcialmente oculto bajo una capucha parduzca que nacía del cuello de su toga. 

El pasar de los años hizo mella en los miembros de aquel consejo, obligandolos a envejecer, incluso mandando a la dama muerte a por los más veteranos del lugar, tanto aldeanos como reyes, no hizo distinción alguna...ni allí ni en ningún lugar conocido por el hombre.

28 de Abril de 1945, Calles de Berlín.

Caminó entre los escombros que ahora invadían las calles de Berlín, capital del que, en su opinión, no era más que un pueblo de asesinos y opresores con aires de grandeza. El viento atacaba sin piedad alguna su rostro, cubierto por sombra de barba y polvo resultante de las explosiones. 

El abrigo largo era su única cobertura contra el frío de la noche, sus dedos, aun helados parecían estar preparados para apretar un inexistente gatillo en el momento en que esto fuese preciso. Se apoyó en un viejo portón, frotándose las manos; que se encontraban entumecidas a causa de la temperatura.

El chirriar de dicho portón entreabierto sería su única compañía en aquellos momentos...miró a ambos lados de la calle, objetivo de las inertes miradas de los cadáveres que la poblaban, la gran mayoría mutilados o en avanzado estado de podredumbre.

Los observó por unos segundos que parecieron horas, mientras el chocar de las botas contra la calzada se iba abriendo camino por una de las callejuelas más estrechas del lugar. Se dirigió a uno de los que tenía más cerca, arrastrándolo hacia dentro de la vivienda y colocándose tumbado junto a este en el patio delantero de la misma, tras uno de los muros. 

Su respiración se encontraba acelerada, sabía que de un momento a otro podría pasar de estar en terreno hostil, a estar verdaderamente jodido. Comenzó a desnudar el cadáver, comenzando por el gorro y los guantes, para seguidamente proceder a despojarlo del resto de la ropa y enseres personales; entre estos una chocolatina, algo de carne seca, la cantimplora semi llena de agua y al fin la tan ansiada pistola, una Luger P08. 

Procedió a vestirse lo más rápido que pudo con las ropas del caído, tratando de no enfriarse demasiado en el acto. Una vez oyó alejarse el tronar de las botas procedió a salir de su escondrijo, mirando la placa identificativa del tipo: Sargento Primero Algimantas Dailide. 

Asintió lentamente al leer dicho nombre, perdiéndose entre las callejuelas de la ciudad.

30 de Abril de 1945, FührerBunker.

La noche había caído a sus espaldas, brindándole su protección. La entrada, custodiada por dos hombres armados y uniformados se encontraba ante el, tan solo a un par de pasos. Se mostraban impasibles, preparados para la acción. Hablaban sobre lo mucho que les gustaría volver a sus casas, a escuchar la radio mientras dormitaban frente a sus respectivas chimeneas.

Dio un par de pasos, saludando a los guardias presentes, que rápidamente se cuadraron ante el que era su superior, o al menos eso decían los galones que colgaban de su traje. Pasó tras devolver el saludo. 

Ante sí se desplegaba el hogar del Führer en todo su esplendor. Cuadros, esculturas, jarrones y escritos plagaban el camino. 

Tras asegurarse de que en ese preciso momento no estaba siendo vigilado comprobó el cargador de la pistola: Dos balas. Si todo iba como debería ir le sobraría una. Metió nuevamente el cargador, echándosela al cinturón que mantenía cerrada la gabardina de color grisáceo.

Andó hacia la sala que se encontraba al final del pasillo por una larga alfombra roja, tratando de calmarse un poco, refugiando la mente en esos cuadros y esculturas que le acompañaban a través del pasillo. Con lentitud alcanzó el pomo de la puerta, girando este. Si sus informes eran correctos en esa habitación debería haber una trampilla. 

Levantó la alfombra que servía de lecho al escritorio...nada de nada. Se encogió de hombros, caminando por uno de los pasillos que posiblemente conectase esta sala con alguna otra, en total silencio. Pese a estar en un estado de alerta permanente, no oyó nada, cosa que le hizo ponerse aun más nervioso. ¿Y si todo eso era una trampa de sus propios jefes?

-¡Achiss!- Un estornudo llamó su atención, a la par que una afilada sonrisa se dibujaba en su rostro. Desenfundó el arma, colocando el percutor de forma que una ligera caricia al gatillo lo accionase....y abrió la puerta. Allí se encontraban ambos, Adolf y la señora Braun. 

En un fugaz movimiento levantó el arma, disparando contra el pecho del hombre. Craso error, un mal calculo por su parte hizo que a este le diese tiempo a agacharse, recibiendo el disparo en el lateral de la mandíbula y saliendo este por la sien contraria. Quedó sentado en el sofá, con la sangre manchando su cuerpo. Observó el cuerpo inerte de la señora, también en el sofá. Tan monos...seguramente envenenada.

Dejó una nota sobre el escritorio del cuarto, donde solo rezaban cuatro palabras: Abono para nuestros campos.





2 comentarios:

  1. Un gran relato, diferente y con un final inesperado.
    Cada día mejoras mis expectativas, ¡¡Me ha gustado mucho!!

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